Queridos hermanos y hermanas: El pasado 1 de enero, celebrábamos la solemnidad de Santa María Madre de Dios, iniciando así el año nuevo de la mano de la Virgen, cuyo papel es insustituible en el misterio de la Navidad.
A ella, que hace posible el nacimiento del Señor, le pido para todos los fieles de la Archidiócesis que el año 2013 sea verdaderamente un año lleno de dones celestiales, que nos ayuden a renovar nuestra vida cristiana. Con palabras de la primera lectura de la Eucaristía de dicha fiesta, os deseo a todos que en el nuevo año, "el Señor os bendiga y proteja, ilumine su rostro sobre vosotros y os conceda su favor; (que) el Señor se fije en vosotros y os conceda la paz" (Núm 6,24-26).
El Año de la Fe, proclamado por el Papa Benedicto XVI, va llenar por entero el año que estamos iniciando. Dios quiera que sea para todos los cristianos de la Archidiócesis un verdadero acontecimiento de gracia, que nos permita fortalecer nuestra fe en Jesucristo, lo único que hace posible construir nuestra vida sobre roca. Él es quien da estabilidad y consistencia a nuestra vida. Efectivamente, la fe ilumina la vida del creyente, la transforma, la llena de plenitud, de hermosura y de esperanza, porque el hombre está hecho para Dios.
La fe es ante todo adhesión personal del hombre a Dios y asentimiento libre a las verdades que Dios nos ha revelado y la Iglesia nos enseña. La fe es saber y confiar. La fe, pues, tiene dos dimensiones: una de orden intelectual y otra de orden afectivo. La primera nos exige creer, aceptar los misterios que Dios nos ha revelado por medio de la palabra de su Hijo interpretada por la Iglesia, basándonos en la autoridad de Dios. Este aspecto, siendo relevante, es menos importante que el segundo. Muchos de nosotros no tenemos grandes dificultades para admitir las verdades que la Iglesia nos propone: la divinidad de Cristo, la resurrección de la carne y la vida eterna, la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía o la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen.
Pero siendo importante esta dimensión, lo es más la segunda: la entrega personal a quien nos pide esa adhesión, es decir, la donación incondicional, radical, absoluta e irrevocable a Dios que se nos ha manifestado en Jesucristo. Este es el sentido más pleno de la palabra fe. Pues bien, sólo por medio de una fe así, por la que el hombre entra en comunión con Dios, estableciendo un vínculo de confianza, de amistad y de obediencia a su santa ley, nuestra vida encuentra su verdadero sentido, su más verdadera plenitud. Como afirma el Papa Benedicto XVI, “Dios es la fuente de la vida; eliminarlo equivale a separarse de esta fuente e, inevitablemente, privarse de la plenitud y la alegría: sin el Creador la criatura se diluye”
La fe es don de Dios, un don gratuito que cada día debemos impetrar. Necesitamos pedirla como los Apóstoles, que mediada la vida pública, piden a Jesús: “Señor, auméntanos la fe” (Luc 17, 5), o como el padre del muchacho epiléptico que dice a Jesús: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe” (Mc 9,24). Necesitamos la fe de Tomás, que arrodillado ante Jesús, exclama: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28). Necesitamos la fe de la hemorroísa, que no atreviéndose a pedir a Jesús que la cure, trata de tocar siquiera el borde de su manto, y a la que Jesús le dice: “Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz y que se te cure todo mal” (Mc 5,34). Necesitamos la fe de Pedro, que confesa a Jesús como el Mesías, el Cristo, el Hijo del Dios vivo (Mt 16,16) y que dice a Jesús: “Señor, a quién iremos. Solo tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).
La fe aumenta, crece y se mantiene en el trato con Dios. En la oración, el Señor va derramando en nuestros corazones, con el poder de su Espíritu, una especie de afinidad con la verdad revelada. La fe que necesita ser alimentada en la oración, necesita también ser cultivada y formada. Necesita además ser refrendada por las obras. La fe sin obras es una fe muerta. Esto quiere decir nuestra fe tiene que reflejarse en la vida. A veces los cristianos somos tan pobres y tan abandonados que se produce en nosotros un divorcio entre la fe y la vida. Pero cuando falta la coherencia entre lo que se cree y lo que se vive, antes o después la fe se va tornando mortecina hasta apagarse.
Que el Señor conceda en este año a los cristianos de Sevilla una fe madura, sólida y bien formada, una fe viva que se trasluzca en la vida, una fe apostólica, dispuesta siempre a anunciar a Jesucristo como única fueente de esperanza para el mundo. Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición. Feliz año nuevo, feliz día de Reyes. Feliz y fecundo Año de la Fe.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla