Sábado, 01 de diciembre de 2012
Queridos hermanos y hermanas: Comenzamos en este domingo el tiempo santo de Adviento, en el que nos preparamos para recordar el nacimiento del Señor hace veinte siglos en la cueva de Belén.
Pero el Adviento no es el mero recuerdo de un suceso del pasado. Tiene una dimensión actual y un carácter profundamente espiritual. El Señor que va a nacer de nuevo para la Iglesia y para el mundo en la próxima Navidad, quiere nacer, sobre todo, en nuestros corazones y en las vidas de nuestras comunidades.
En las próximas cuatro semanas, vamos a escuchar en la liturgia a los heraldos del Adviento, los profetas que anunciaron la llegada del Mesías. Isaías, Zacarías, Sofonías y Juan el Bautista nos van a invitar a prepararnos para recibir al Señor, a allanar y limpiar los caminos de nuestra alma; en una palabra, a la conversión y al cambio interior, para acoger al Señor con un corazón limpio.
Adviento significa advenimiento y llegada; significa también encuentro de Dios con el hombre. En estos días, el Señor que vino hace 2000 años para salvarnos, se nos va a hacer el encontradizo. Para propiciar el encuentro con Él, yo os sugiero algunos caminos: en primer lugar, el desierto, la soledad y el silencio interior, tan necesarios en el mundo de ruidos y prisas en que estamos inmersos, tan proclive a la alienación y a la frivolidad. Necesitamos en estos días crecer en interioridad, entrar con sinceridad y verdad dentro de nosotros mismos para conocer cuáles son las ataduras, apegos e ídolos que se amontonan en nuestro mundo interior, que nos roban la libertad e impiden que Jesucristo sea verdaderamente el Señor de nuestras vidas.
El Adviento es tiempo también de oración intensa, humilde y confiada. La oración nos renueva y refresca y nos lleva a la conversión, porque nos ayuda a romper las cadenas que nos esclavizan. La oración nos ayuda además a agrandar los espacios de nuestra alma para que el Señor renazca en nosotros, ilumine todos los rincones de nuestro corazón que no le pertenecen y dé un nuevo sentido, una esperanza renovada y una insospechada plenitud a nuestras vidas.
Nuestra conversión al Señor que viene de nuevo a nosotros no será posible sin la mortificación, el ayuno y la penitencia, que no han pasado de moda y que preparan nuestro espíritu y lo hacen más dócil y receptivo a la gracia de Dios. Nuestro encuentro con el Señor en este nuevo Adviento tampoco será posible si no es al mismo tiempo un encuentro cálido con nuestros hermanos, con actitudes de perdón, de ayuda, desprendimiento, servicio y amor, especialmente con los más pobres y necesitados, los parados, los inmigrantes, los sin techo, que en estos momentos son legión como consecuencia de la tremenda crisis económica que nos aflige y que tanto sufrimiento y dolor está generando en nuestros pueblos y ciudades. No podremos decir que acogemos al Señor que viene, si no le acogemos en nuestros hermanos, sobre todo en los más pobres.
El Adviento es uno de los tiempos especialmente fuertes del año litúrgico. Por ello, hemos de vivirlo con responsabilidad. En estas semanas tenemos un importante trabajo que realizar, el cambio interior, que hará posible que el Señor renazca en nosotros. Solo así viviremos la virtud propia del Adviento, la esperanza en el Dios que viene a salvarnos, que está con nosotros y nos alienta con la promesa de la vida eterna. Si así lo hacemos, viviremos la verdadera alegría de la Navidad, que nace de la experiencia del amor de Dios que se acerca al hombre. De lo contrario, viviremos una Navidad anodina, triste y desasosegada, porque nos faltará el protagonista, el Señor que nos trae la paz y la auténtica alegría.
San Lucas nos dice que la Virgen, después de dar a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en el mesón, queja que sólo admite parangón con aquella otra de San Juan cuando asegura que Cristo vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Dios quiera que no sea este nuestro caso en este Adviento y en la próxima Navidad. No dejemos que nos la secuestren los reclamos publicitarios y el consumismo enloquecido, que no sacian las ansias profundas de felicidad del corazón humano.
El mejor modelo del Adviento es la Santísima Virgen, que acogió a su Hijo, primero en su corazón y después en sus entrañas. Ella esperó al Señor con inefable amor de Madre y preparó intensamente su corazón para recibirlo. Que ella sea nuestra compañera y guía en estas vísperas de la solemnidad de su Inmaculada Concepción. Que Ella nos ayude a todos los cristianos de Sevilla a prepararnos para recibir al Señor y para que el encuentro con Él transforme nuestras vidas y nos impulse a testimoniarlo y anunciarlo a nuestros hermanos.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina, Arzobispo de Sevilla.