Sudaban por el alma. Derramando la vida en el frente. Dando su último suspiro en una guerra de amor que siempre gana Dios. Fue justo en la entrada del Parque, donde la selva de taxodios y plátanos cruza su sombra por los varales, que son torres de plata de Aníbal González, y la Paloma se corona con el revoloteo de las palomas que duermen en la azotea del Museo Arqueológico, custodio de la historia y el olvido de Sevilla. Llegué roto de emociones a los pies de la Virgen, en un día que el destino me señaló en el pecho con un hierro al rojo vivo, y me metí en la bulla. El hermano mayor, Santiago Arenado, me dio un jalón del brazo propio de un marinero que tira de la maroma de un barco hasta el muelle. Y en un santiamén me puso delante de la Paz para cangrejear por entre las acacias. Yo no tenía los pies en el suelo. Levitaba. Estaba asistiendo a una de las grandes metáforas de la ciudad. El Porvenir quedándose atrás. Y la memoria yendo por delante. La Virgen se posó como una mariposa bajo el cielo verde de los árboles y alguien me lanzó una voz que venía de debajo de los faldones. Me agaché y vi una estampa que no puedo dejar que se amarillee en mi recuerdo. Los legionarios veteranos tomándose la pócima de la eterna juventud: el costal de su Madre.
Uno de ellos me pidió que le levantara el manto a la Virgen y que mirara lo que había allí. Palpé tembloroso. No era capaz de ver nada. Hasta que un hermano que le estaba haciendo la escolta a su Reina me descubrió un papelito blanco manuscrito que viajaba hasta la Catedral allí escondido. Cuando lo leí me desbaraté. Me puse en cuclillas otra vez para mirar a los ojos a uno de esos guerreros que estaban en la trinchera de amor y misericordia salvando el mundo con su cerviz, con sus andares, con su esfuerzo ciclópeo por ganar la guerra de la edad, la del tiempo, la de la ley implacable de los años. Él sabe bien cuánto lo quiero y no voy a escribir su nombre. Porque en las cosas que se dicen de verdad no hace falta llamar a nadie. Basta con que él y yo lo sepamos. Lo miré a los ojos, como digo, y nos dimos un pregón mutuo de pupilas. «¿Vas bien?», le pregunté. «Voy volando», me contestó jadeando.
Volando. Ingrávido con un montón de kilos en lo alto. Creo que estábamos hablando el mismo lenguaje. Yo me estaba sintiendo así desde que por la mañana temprano estuve hablando a solas con la Esperanza y con su Hijo sentenciado. Todo el día volando bajo la presión de una responsabilidad que no sé agradecer. A Ella se lo dije. Porque a Ella se lo digo todo. Y seguro que Ella fue la que se encargó de organizar esa situación que viví en los faldones de la Paz y que me sirvió de contestación. Debajo de su manto estaba la respuesta. Era una de las soleares que le escribí para el día del Anuncio de su Coronación, que es una de las mejores noticias que he dado en mi vida: «Te pondría por corona, / Muchachita de Eritaña, / media glorieta de rosas / y la media Plaza España». La habían puesto allí los más viejos. Los que más guerras han perdido. Los legionarios que mejor se rinden del mundo. Esa es su lección: siempre habrá Victoria cuando nos rendimos antes Dios.
Publicado por Alberto García Reyes en pasiónensevilla.tv (27-09-2016)