No hay ningún porvenir más edénico que la paz. Por eso la Paz de Sevilla siempre llega al Porvenir atravesando un parque de rosas y azucenas, de geranios de sangre y malvas. Y por eso es blanca como el hábito de la Madre Teresa de Calcuta, santa de la paz que ayer fue canonizada por el Papa Francisco en reconocimiento a su desbordante caridad en este año cristiano de la Misericordia. Esas coronas de clavellinas de septiembre que la orfebrería divina ha repujado para la monja albanesa y la Virgen de la antigua Eritaña son una coincidencia arrebatadora.
La madre Agnes, enjuta y encorvada, con la piel raída de pesares y las manos rotas de tanto acariciar dolores, recibió el Premio Nobel de la Paz por hacer lo que Dios manda: ayudar a los demás sin ninguna distinción. Practicó la igualdad absoluta y promovió la libertad suprema: que cada uno crea en su dios como yo creo en Dios, pero queriendo al prójimo por encima de todas las cosas. Y se dejó el corazón de Jesús, latido a latido, en los demás porque, como ella misma proclamó, tendría luego toda la eternidad para descansar. Blanqueó todas las negruras humanas para hacer volar palomas albas y crecer azucenas donde el sufrimiento sólo había conocido cieno y hambre.
La Virgen de la Paz, frágil y callada, será coronada en la Catedral por enviarnos el mensaje central de Dios, su gran poder, el que llevaba en el cofre de sus manos Santa Teresa: la misericordia. Ella le llora al Señor de la Victoria en el momento en el que abraza la cruz. Nos enseña que lo que a los ojos de cualquiera de nosotros es una derrota humillante, a los de Dios es el triunfo definitivo. Porque nadie es más invencible que quien está dispuesto a dar su vida por los demás. Nadie resulta más vencedor que quien es capaz de aceptar la cruz del mundo, sus debilidades y miserias, y la arrastra incluso cuando ya no tiene fuerzas para salvar a los que no pueden con ella. La Paz está esperando su corona porque en la blancura de su manto borda el sol todos los Domingos de Ramos una leyenda de eternidad: «En Ella está el Porvenir».
Si de verdad existe esa Sevilla Eterna de la que tanto presumimos, si es cierto que hay una eternidad propia en este rincón de la existencia, seguro que no tiene nada que ver con su narcisismo de pandereta, sino con su porvenir, que es la caridad. Esa infinitud no es tersa y suave, sino arrugada y áspera como las manos de la misionera de Calcuta. Es sempiternamente joven porque ha aprendido a asumir los estragos del tiempo en su piel, que es el precio que hay que pagar para que el espíritu sea siempre inmarcesible. Santa Teresa nunca envejeció porque acunó a miles de niños en su regazo. Y la Virgen de la Paz será siempre una niña porque alza la bandera blanca. Ella va detrás de su Hijo contemplando las infamias del mundo y busca refugio en el vergel que le dejó María Luisa. Es una refugiada que huye de las trincheras, una misionera que intenta explicarnos, con sus lágrimas, eso que dijo la gran heroína de la India: «Ama hasta el dolor». Y cuando te llegue la cruz, abrázala.
Publicado en Pasion en Sevilla por Alberto García Reyes. 5 de septiembre de 2016.