Queridos hermanos y hermanas: Con la bendición de los ramos iniciamos hoy la Semana Santa del año 2014. En ella vamos a actualizar el Misterio Pascual de Cristo muerto y resucitado. Un año más, la Iglesia nos invita a entrar de lleno en el misterio que constituye el centro y el corazón de nuestra fe, a seguir de cerca al Señor en su entrada triunfal en Jerusalén, a penetrarnos de los sentimientos de Cristo, que intuye las negras maquinaciones del sanedrín judío y la cobardía cómplice de las autoridades romanas.
La Iglesia nos invita a vivir con Jesús la angustia del prendimiento, el dolor acerbo de la flagelación, de la coronación de espinas y del camino hacia el Calvario, la soledad y el abandono del Padre en el árbol de la Cruz y también la alegría inefable de su resurrección en la mañana de Pascua florida.
Al anunciaros una vez más el acontecimiento cumbre de nuestra salvación, la Iglesia no busca solamente recordar un trascendente suceso del pasado, ni cantar únicamente las glorias de un ilustre personaje. Tampoco pretende excitar vuestro interés ante el dramatismo de una situación sin parangón. Sí busca implicaros en la epopeya de la Pasión del Señor. No huyáis de ella como hicieron cobardemente los Apóstoles. No os excluyáis de ella como quienes ven pasar a Jesús con indiferencia por la Vía Dolorosa o se contentan con contemplar con curiosidad el espectáculo de la Cruz.
En el momento cimero de la historia de la humanidad, junto a la Verónica y las mujeres de Jerusalén que lloran al paso de Jesús, hay dos personajes que viven con hondura suprema la Pasión del Señor. Me refiero a su madre, la Santísima Virgen, y al Apóstol Juan. Ellos nos marcan las únicas actitudes posibles en la vivencia intensa de la Pasión en esta Semana Santa. Ellos no huyen ni se esconden, ni se limitan a contemplar pasivamente el drama del Calvario. Unidos al corazón del Cristo doliente, le acompañan en su Viacrucis y permanecen valientemente en pie junto a la Cruz del Cristo agonizante. Que ellos, María y Juan, nos alienten y acompañen en nuestra inmersión intensa, cálida y comprometida en la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.
A lo largo de estos días, el único protagonismo corresponde a la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Contempladla, miradla y meditad. En la contemplación del árbol de la cruz descubriréis la hondura del misterio que celebramos y aprenderéis hermosas lecciones que nos señalan el estilo de lo que debe ser nuestra vida. Yo os invito a descubrir en esta Semana Santa las motivaciones profundas del drama de la Pasión de Jesús. En su raíz está el amor de Dios, que no se contenta con acercarse a nosotros de múltiples modos a lo largo del A. T., sino que en la plenitud de los tiempos envía a su Hijo para salvar al hombre, necesitado de redención, convirtiéndose así "en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (Heb 5,9).
El profeta Isaías nos da la clave del drama de la Pasión y muerte de Cristo: el Señor muere por los pecados de todo hombre y de cada hombre: "Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores..., fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron..." (Is 52,4-11). Y es que en la raíz del drama del Calvario está el pecado del mundo, el pecado que tiene nombres y apellidos, mis pecados y vuestros pecados, los pecados de todas las generaciones que nos han precedido y los de todas aquellas que nos sucederán. Todos ellos constituyen la historia más sórdida y negra de la humanidad.
Permitidme que os invite a contemplar en estos días la cruz de Cristo con unción religiosa, con humildad y viva gratitud y, sobre todo, con dolor, compunción de corazón y verdadero espíritu de conversión a Dios y a nuestros hermanos. Ante el Cristo que reina desde el árbol de la cruz, permitidme también que os invite a abrir de par en par las puertas de nuestro corazón para que reine en nosotros y sea en verdad nuestro único Señor. Ante el rey soberano que entrega libremente su vida para nuestra salvación, entreguémosle con entera disponibilidad nuestra vida para que Él la llene y plenifique, para que Él la posea y oriente, para que Él la haga fecunda al servicio de su Reino.
Esto no será posible sin un clima de silencio, de mortificación, de oración cálida e intensa y de participación activa y gozosa primero en la liturgia y después en las manifestaciones de la piedad popular. Sólo así viviremos con autenticidad el Misterio Pascual que recrea, renueva y transforma nuestras vidas. Este es mi deseo para todos vosotros mis lectores de cada semana y para todos los cristianos de la Archidiócesis en los umbrales de la Semana Mayor.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla